Nuestro común horizonte ha de ser vivir unidos
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Vivimos en la era del cambio. Cada momento tiene su pulso,
pero también su pausa; sobre todo, para renovarse. El panorama actual no es
nuevo, pero si distinto. No es desconocida la letra. Necesitamos crecer, más
interiormente que exteriormente; vivir respetando y respetándose asimismo; y,
en todo caso, alentando a convivir si no queremos morir en el desconsuelo y en
la desilusión. En cambio su espíritu, sí que es diferente, somos diversos y
esto es inevitable, aunque hemos de compartir valores comunes. De ahí la
necesidad de diálogos sinceros, de compromisos de colaboración y cooperación,
para poder afrontar con unidad y unión los problemas y, de este modo,
transmitir esperanza. La reciente cumbre de las Américas, donde por primera vez
en más de cincuenta años, un presidente de Estados Unidos y otro de Cuba hablan
cara a cara en una reunión, ha de propiciarse mucho más por todo el orbe.
Necesitamos entendernos por poder cohabitar. Estoy convencido de que sólo una
especie que se comprende, que se afana en vivir para su linaje
independientemente de su cultura, se perpetuará. Nuestra respuesta a quiénes
somos y por qué vivimos, está precisamente en esa vida donada a nuestros
semejantes.
Por otra parte, tenemos que lograr el bienestar para toda la
especie sin el sacrificio de nadie.
Ningún ser humano puede ser excluido de los bienes básicos, ni de los
servicios públicos. Nos merecemos, únicamente por haber nacido, la dignidad de
persona, con lo que ello conlleva de deberes, pero también de derechos. No es
ético que los pobres subsistan de las migajas que caen de la mesa de los
pudientes. Tampoco es ético que la ciudadanía, según el lugar de nacimiento,
tenga más o menos acceso a la educación, a la salud, o a la misma
seguridad. La forma de conseguir esa
estética ciudadana, donde todos ayudemos a todos, requiere de más autenticidad ante todo con
las prácticas democráticas, los derechos humanos y el empoderamiento de la
mujer. En muchos países aún las mujeres se sienten súbditas, ciudadanas de
segunda clase, con poca voz y muchas obligaciones. Por eso, es vital proseguir
con esa revuelta condescendiente con los más débiles, ofreciéndoles
posibilidades de desarrollo. Unas veces por nuestra propia negligencia o
dejadez, otras veces por la falta de cooperación entre los Estados, lo cierto
es que hay muchos seres humanos sin posibilidad de hacer valer sus derechos,
recluidos en la resignación, y sin posibilidad alguna de dejar este mundo que
les utiliza y margina.
Por desgracia, la mentalidad contemporánea parece oponerse a
esta unión y a esta unidad del género humano. El clan de los dominadores no
deja espacio para una alianza verdaderamente justa, porque es cuantioso el
fingimiento y el egoísmo que tenemos injertado en vena, impidiendo que podamos
romper la barrera de la frialdad que suele gobernar hoy el mundo. Nos hemos
vuelto tan insensibles que nada nos conmueve. Predicamos mucho, pero hacemos
nada por los que nada tienen. Siempre es lo mismo. La palabra fácil, la acción
imposible. Hablamos de un futuro brillante y sostenible, de un mañana próspero,
con equidad, en el que nadie quede rezagado, pero lo cierto es que cada día la
desigualdad se acrecienta y los buenos propósitos se olvidan. Ciertamente, es
nuestro deber e interés común fortalecer los lazos que nos unen a la luz de los
diversos desafíos comunes, tales como el terrorismo o la misma migración. El
éxito de seguir avanzando, y no retrocediendo, va a depender del grado de
seriedad que la ciudadanía tome con los principios de la cooperación
internacional. El mundo en el que vivimos hoy en día es un mundo cargado de
vicios y corrupción, del que tenemos que huir, creando un futuro compartido,
que promueva un más equitativo crecimiento para que favorezca la armonía entre
sus moradores más allá de las pluralidades culturales.
Por consiguiente, considero vital romper con tantas barreras
excluyentes. No podemos, ni tampoco debemos transigir, que la desunión o la
desventaja impere por el mundo. Quedarnos cómodamente cruzados de brazos es lo
que hemos de evitar en todo momento. Indudablemente, se pueden cambiar muchas
cosas para mejorar el común horizonte de la especie humana. Cada país, cada
pueblo, se enfrenta a circunstancias específicas, pero en su acervo, a todos ha
de movernos a mejorar la manera de trabajar juntos. Sí los países adoptan
políticas sociales, eso beneficiará a sus poblaciones, pero también contribuirá
a reducir el número de migrantes. Lo mismo sucede con los países que adoptan
políticas benignas para el clima, eso beneficiará a sus ciudadanos
principalmente, pero por igual contribuirá a reducir las emisiones mundiales.
Son por estas razones que necesitamos políticas que no marginen, sino que
incluyan, máxime en un planeta cada día más interconectado, donde todo, para
bien o para mal, nos afecta.
Es hora de que la especie humana despierte del letargo y
salga del mundo de los horrores hacia otros espacios menos sangrientos y más de
convivencia. El panorama en cierta manera es desolador. Mientras unos caminan
vacíos de amor, otros andan vacíos de bien. A todos nos consta que no hay nada
más antinatural que la maldad, pero ahí está, con su aluvión de atrocidades y
crímenes. Justo para que triunfe esta atmósfera diabólica, sólo es preciso que
los buenos no hagan nada por remediarlo. Por ello, deberíamos pensar en
fortalecer la reconciliación de los humanos y, esto es posible, gracias a la conversión
de nuestros propios corazones. Nuestros interiores no pueden seguir
endureciéndose. Tenemos que escucharnos más. Los gritos ciudadanos a veces no
los oímos. Estamos petrificados en multitud de cosas y lo verdaderamente
importante no lo captamos. Deberíamos, pues,
reflexionar mucho más sobre esos seres humanos atormentados, y así,
poder rescatarnos del malvado espíritu de ideas materialistas, hacia otro
hábitat más despejado, donde la armonía entre tranquilidad y actividad, forme
parte del fondo espiritual de las nuevas generaciones.
En suma, que si nuestro común horizonte ha de ser vivir
unidos, lo que requiere gratuidad en un mundo donde todo se compra y se vende,
ha de empezarse por un sustento moralista, cuando menos para despojarnos de
tristeza, de amargura, de pesimismo. Este desprendimiento no es fácil. Es más
bello recoger, cosechar, ser acogido. ¡No tengamos miedo de aproximarnos, de
tender la mano!. La vida es para todos. Aunque el primer paso ha de ser siempre
hacia los marginados, también debemos ir a las fronteras del pensamiento, para
entablar un diálogo razonable y conjunto, teniendo en cuenta que la discordia
siempre nos debilita y que la unión nos refuerza. Basta con que un ser humano
odie a otro para que el odio se extienda por toda la humanidad entera.
Deberíamos pensar en esto. No olvidemos que respiramos todos el mismo aire y
que todos somos mortales. No entiendo la desunión, si al final todos vivimos y
morimos en este pequeño planeta. Sorprenderse y extrañarse, pienso que es comenzar
a convivir. El gran instrumento es el lenguaje, que adquiere mayor entusiasmo,
cuando las cosas se hacen con amor y con voluntad de cambio para mejor. O sea,
para el bien colectivo de toda la humanidad.