El sentimiento de la desesperación
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Hay una desesperación que nos envuelve, hasta el punto de
que todo pensamiento de belleza y verdad, se disuelve en el vacío, en la
incomunicación y en la más absurda insolidaridad. Esta sociedad que parece
saberlo todo, ha dejado de respetarse y se mueve en la necedad permanente. Todo
ello, es fruto de una atmósfera contranatural, generada por endiosados tipos
egoístas, que lo que menos les importa es hacer humanidad y reconstruirla en
pro del bien colectivo. Son más destructores que constructores, más demonios
que ángeles, más voraces que generosos. Precisamente, se me ocurren hacer estas
reflexiones, coincidiendo con el día (24 de octubre), que marca el aniversario
de la entrada en vigor en 1945 de la Carta de las Naciones Unidas. Entiendo que
hoy es más necesario que nunca activar el pensamiento libre y enmendar nuevos
propósitos esperanzadores, sobre todo para salir de este enfermizo caos de
terror y discriminación humana en el que fenecemos al unísono un poco cada día.
Debiéramos despertar y convocarnos a la unidad, escuchándonos mejor todos,
nutriéndonos de sueños que nos permitan imaginar otro mundo más hermanado, ante
la pobreza de esta dura realidad. Es cierto que, como tribu, ya hemos sufrido
reveses deplorables. Debiéramos haber aprendido la lección, puesto que todos
somos dependientes de todos; no obstante, considero que ha llegado el momento
de infundir ánimos para convivir mejor.
Efectivamente, no es tiempo de lamentos, sino de abrir
nuevos caminos más asistenciales con la persona. Lo importante, no es que la
economía vaya bien, sino que vaya mejor la ciudadanía en su conjunto, y que
todo ser humano pueda actuar en pie de igualdad con sus análogos. Hay que
reconocer que, en su tiempo, la fundación de las Naciones Unidas constituyó un
enfático deber con la población del mundo de poner fin a tantos atropellos con
la convivencia y la dignidad humana. Dicho esto, pienso en otro mañana más de
todos y de nadie en particular, más armónico con la propia existencia,
convencido de que el futuro es de quienes creen en la gallardía de sus
ilusiones. Por desgracia, nos queda mucho camino por aprender. Todavía no nos
reconocemos como humanidad. A veces me pregunto: ¿Qué es lo que queremos
cambiar si aún no nos conocemos como familia?. Téngase en cuenta que, cada cual
busca para sí en lugar de buscar para los demás, obviando algo tan básico e
innato, como que somos lo que somos, por nuestra capacidad de servicio a
nuestros semejantes. Recordemos que siempre las hazañas más grandes han sido
las propiciadas por humildes personas que se entregaron a desvivirse por los
demás, hasta deshacerse en el entusiasmo de auxiliar donándose plenamente. Esta
es la razón de vida. No tengo duda de ello. Hoy, millones de personas dependen
de ese personal con corazón, para su supervivencia. ¿Dónde está el progreso
para esas personas que conviven con las más altas cotas de miseria?. Sería
bueno pensar colectivamente en dejar de despreciarnos unos a otros, sabiendo
que un mundo conectado, exige también un mundo fraternizado; y, por tanto,
también un mundo menos soberbio y más justo.
A mi juicio, el gran inconveniente de este siglo es un
problema de actitudes; puesto que hemos generado un modo de vida que es puro
cinismo, ignorando el grito de justicia que imploran multitud de seres humanos,
con la consabida irresponsabilidad hacia las obligaciones más congénitas de la
propia especie. ¿Es lícito huir de esta triste realidad? ¿Debemos resignarnos?.
Naturalmente, todo tiene un origen. Por consiguiente, hemos de ir al fondo de
la cuestión, que no es otro, que un vocabulario diferente que pueda ayudarnos
al encuentro de culturas, con músicas más auténticas y cultos más abiertos a un
horizonte común. Todo ha de partir más del alma, más de nuestro interior para
poder pensar de otra manera. Hasta ahora nos hemos convertido en un producto
más de mercado, y por ello y para ello, hemos sido adoctrinados. También los
centros del saber nos han deformado el espíritu humano con sus interesados
lenguajes. Ciertamente, no es fácil romper con estos cultivos deshumanizadores,
pero a poco que nos hallemos bien
próximos, el aislamiento será menor al amparo de un estado de derecho
compartido. En consecuencia, es hora de despojarnos de miedos para aproximarnos
más. Mal que nos pese, las contrariedades mundiales requieren soluciones
universales. La universalidad ha de ser nuestra visión, también nuestro modo de
ver y de sentir; y, en este sentido, cada uno ha de tomar conciencia del deber
de donación y ha de aplicarse en ello para hacer un mundo más habitable. Al fin
y al cabo, todos somos coparticipes de nuestra historia en común. Por eso, está
muy bien y es, tan justo como preciso, que personas de todas las nacionalidades
se alcen en defender sus derechos humanos y libertades.
No olvidemos que el vínculo cardinal que tenemos en común es
que todos estamos obligados a vivir en este planeta, respirando el mismo
aire e inhalando idénticos sueños.
Además de que todos tengamos fecha de caducidad y un porvenir que donamos a nuestros
descendientes. Nadie se lleva nada consigo, pero si deja su huella, de por sí
positiva, sobre todo si llega a ser plenamente coherente con los suyos, que
somos todos, lo que hace difícil su eliminación. Con razón hemos elevado esta
continuidad sistémica y diversa, a la categoría de patrimonio común que nos
enraíza, ahora nos resta cumplir con el imperativo ético indisociable del
respeto y consideración hacia todo ser vivo. Tantas veces hemos desvirtuado los
mensajes que, la humanidad en su totalidad, ha de ser capaz de humanizar la
mundialización del linaje. A mi manera de ver, esta es otra de las asignaturas
pendientes, la de humanizarnos. Creo que la perspectiva de la humanidad, no
está tanto en el progreso del saber, como en el avance comprensivo de
entendernos y ayudarnos a subsistir unos a otros. Digiero que esta es la clave.
Quien no comprende una triste mirada de un ser pensante, tampoco alcanzará a
vislumbrar la gravedad de la situación, por muchas explicaciones que le den.
Justamente, la desavenencia, más que la imposibilidad de advertir, es la
imposibilidad de sentir.
Lo decía Jean Jacques Rousseau, "si la razón hace la
hombre, el sentimiento lo conduce".
En cualquier caso, jamás hemos hablado de solidaridad tanto como ahora,
¿pero sentimos el sufrimiento del que sufre como algo propio?. Hay una
estrechez de miras, o si quieren cierto egoísmo, que nos impide considerar el
problema como tal. Por otra parte, el sufriente va a odiar a quien le hace
sentir su propia penuria. Lo mismo se puede hablar de las políticas erradas o de las decisiones económicas injustas, en
el fondo lo que se percibe es una falta de orden ético entre los propios
moradores. Habría que superar esta sentimentalidad de rivalidades culturales,
con el objetivo prioritario de una vida más humana para todos los humanos. Se
trata, no sólo de caminar unidos, sino también de trabajar por el bien de todos
en un espíritu de cooperación y armonía, de consenso y esperanza. ¿Es posible
esto?. No sé si lo es, lo que sí sé es que es un deber moral, que nos obliga a
apreciar nuestras raíces y a pensar que no es con una imagen como se levanta a
una persona, sino con un sentimiento de anhelo troncal. Sin genealogía,
cualquier ciudadano por muy del mundo que se considere, tiembla de frío.
Personalmente, no puedo pensar en ninguna necesidad tan fuerte como la
necesidad de la protección de tu misma gente, o sea, de tu idéntica estirpe. En
su totalidad, somos la patria de lo armónico. Seremos, pues, lo que la familia
humana custodie, abrigue y resguarde. Reconozcámonos en ella.
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