Dignificar a la persona
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Hace tiempo que vengo demandando, a través de sucesivos
artículos, algo que debe ser nuestra primera preocupación, la ayuda a todo ser
vivo, máxime si es un ser humano, a vivir plenamente dignificado como
ciudadano, con sus obligaciones y derechos. A punto de decirle adiós al año
2016, y viendo el clima de destrucción y de desesperación que viven algunas
gentes, no puedo por menos que reivindicar, con toda la fuerza de mi alma, la
reconstrucción de un mundo, tantas veces deshumanizado e inhumano, con la mano
tendida hacia todo individuo. Esto comporta esforzarse para que toda vida tenga
lo necesario desde el punto de vista material; pero, al mismo tiempo, coseche
lo preciso para poder desarrollarse en libertad, y así, poder sentirse
realizado. En la actualidad tenemos verdaderos infiernos, que efectivamente nos
sobrecogen. La unión y la unidad de sus moradores, la cooperación internacional
continua siendo el camino que nos guía hacia un espacio más sensible con el
prójimo, siempre próximo a cada uno de nosotros. A propósito, nos llena de
esperanza, esa persistente crecida de voluntarios que acogen y brindan todo
tipo de apoyo a los millones de refugiados que continuamente se ven obligados a
abandonar sus hogares como consecuencia del aluvión de conflictos armados y
persecuciones.
Hace unos días recibía, justamente, una noticia
tranquilizadora. Me advertían que el índice mundial de pobreza había disminuido
más de la mitad. A continuación me indicaban que los mortales viven más tiempo
y en mejores condiciones de salud, estaban mejor formados y también más
conectados entre sí. Desde luego, estos avances, -me comentaba el interlocutor
en su nota-, son datos objetivos, que están ahí; pero esa prosperidad que
cohabita para algunos, -le respondí casi de inmediato-, no es igual para todos.
Las desigualdades crecen. La exclusión es una epidemia que nos deja sin alma.
El desempleo es el cáncer de los jóvenes y menos jóvenes, y, además, cosechamos
una corriente de actos que nos degradan nuestra propia consideración, hasta el
punto de que nos hemos injertado corazas y el corazón ha dejado de sentir. Hoy
ya nadie llora por nadie. A todo esto, hay que sumarle el fuerte temporal de
discriminaciones, algo que verdaderamente nos deja sin ánimo. La actividad
humanitaria está muy bien; pero hace falta, de igual modo, acompañar más allá
de ese auxilio primero o primario. Sabemos que diciembre es un mes para la
solidaridad, y es bueno que así sea, ojalá fuesen todos los meses igual de
activos, para poder subsanar las deficiencias de tantas políticas interesadas,
de tantos desarrollos insostenibles, de tantos caminantes abandonados, heridos
en su propia honradez y nobleza.
La decencia del ser humano, provenga de donde provenga,
habite donde habite, es una voz clave en nuestra historia de especie pensante.
Nos conviene a veces, por tanto, hacer memoria, reflexionar contra las
múltiples violencias. En el centro de toda poética, de cualquier proyecto
político, hay que despojar el interés, o sea, don dinero tiene que dejar de
gobernarnos en su avaricia, para poder caminar hacia esa otra trascendencia de
hacernos valer y de tener valor. Somos lo sumo, debemos ser lo máximo, en este
diario acontecer de encuentros. La percepción de la importancia de los derechos
humanos nace, precisamente, como resultado de esa retentiva de sufrimientos y
sacrificios, que han contribuido a formar conciencia, espíritu de compasión y
ternura. No destrocemos nuestra armónica mística y, mucho menos, nos
desmembremos de nuestra genealogía. Vayamos a volver a caer en los errores del
pasado, en las contiendas inútiles, pues estamos llamados, ya no solo a
cohabitar, también a fundirnos, a crecer como humanidad y con mansedumbre.
Dignifiquémonos, por ende, y pongámonos todos al servicio de la ciudadanía.
Nada de derroches, pero sí de compartir. La cultura de la cooperación debería
estar presente en todo nuestro orbe. No olvidemos que el futuro del mundo, de
sus moradores en el planeta, va a depender de la colaboración de todos para con
todos, sin descartes, sabiendo que cualquier situación marginal nos revierte
deshumanizándonos.
Nos dignificamos siendo familia, uniéndonos como cada
palabra en un verso, como cada verso en una poesía, como cada poesía en un
horizonte de sueños. Para esto no hacen falta los intelectualismos, sino la
sabiduría, la conjunción de sensaciones en una atmósfera común. Este es un reto
que hoy la propia especie, en su totalidad, debe activar para crecer y
humanizarse. La concordia llega de la donación de cada uno consigo mismo en los
demás. Allí donde el mando es codiciado y disputado, -como decía en su época el
mismo Platón-, no puede haber buen gobierno ni reinará la paz. Las alianzas
llegan de un abrazo auténtico, de una mano que no espera nada, tan solo la
voluntad de lograr el objetivo de salvar amaneceres. O andamos todos juntos
hacia un horizonte de sosiego o nunca lo hallaremos. La dedicación y el
entusiasmo de esos auténticos voluntarios pueden servirnos de referencia y de
referente a todos. Quizás debiéramos escucharlos más en sus testimonios,
promover su coraje, y entusiasmarnos con ellos, en ese diálogo de darse por
entero a los débiles. Ellos sí que edifican con su generosidad abecedarios que
nos dejan sin palabras, si acaso nos hacen saltar más de una lágrima, cuando
nos hablan de hacer causa común por dignificar existencias, en lugar de
alejarse por temor. Sin duda, son los grandes héroes del momento actual, los
grandes poetas de la realidad, pues lo único que pretenden es crear un futuro
mejor para todos.
El respeto es básico para poder convivir, ya que uno tiene
que sentir veneración por todo ser humano. Prohibido prohibir aquello que nos
armonice. El cántico de los ángeles, que se aparecieron a los pastores de Belén
la noche de la Navidad, es, realmente una antífona que nos fraterniza, el cielo
con la tierra, la tierra con el ser humano, con el anhelo de la paz. Lástima
que, en algunos lugares del mundo, los docentes tengan vetado hablar sobre este tiempo en clase. Nada de
villancicos, ni mucho menos adornos navideños en el colegio, por negativa
expresa de la dirección. Yo sí que les invito, a creyentes y no creyentes, a
hacer suyo ese cántico de acogida, que es el de cada hombre y mujer siempre en
guardia, aceptando una responsabilidad compartida a caminar con ese sentido
solidario, a la espera de un camino más llevadero, preocupándose y ocupándose
de los que nadie quiere ni ver, intentando hacer humildemente el propio deber
de cada cual, el de amparar y atender. No pasemos de largo. Viendo al Niño de
Belén, niño de amor, pensemos en los niños que son víctimas de los adultos
constantemente. Viendo a los pastores,
pensemos en los voluntarios afanados por llevar aliento a todo el que pide
asistencia. Viendo a José y María, pensemos en tantas familias necesitadas de
luz. Tampoco perdamos la fuerza del recuerdo, de lo que pudo haber sido y no
fue. Siempre, en todo caso, nos quedará la ilusión por emprender otros caminos,
por rehacer otra presencia de más caricias, de más corazón, de mejor estrella.
Desde luego, sería saludable para todos, dejarnos conmover por la bondad de los
niños, por esa inocencia que no necesita ni explicarse, pues se siente el sol
por ambos lados.
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