Que en verdad reine la paz
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Una vez más, como siempre, la luz y los buenos deseos invade
nuestros caminos. Parece como si todo se volviese más corazón. Ojalá fuese
verdad. Nuevamente nos conmueve que tantos seres humanos sufran la tremenda
soledad de la desesperación. Podíamos ser uno de nosotros. Cuántas veces
regresamos a nuestro propio hábitat, y nuestra misma especie, nuestro misma
familia, tampoco nos reconocen. Por desgracia, para las cosas más importantes
no solemos tener tiempo. Nos piden auxilio y proseguimos sin apenas prestar
atención. La indiferencia y la frialdad nos domina. La metodología de nuestro
pensar está planteada para que nadie piense sobre sí y mucho menos sobre los
demás. Esta es la grave cuestión. La mentira con la que nos han cebado el alma.
Andamos ocupados en mil historias que nos conducen a una tragicomedia
permanente, donde nadie existe para el otro, donde nadie conoce a nadie, donde
nadie se interesa por nadie, porque nos hemos llegado a creer que somos
nuestros exclusivos dioses, independientes, sin necesidad de ayuda, autónomos y
egoístas, de modo que ya no queda espacio alguno para la reflexión. Sólo nos
afanan las cosas tangibles, el éxito y el triunfo de nuestros proyectos
individuales. Realmente continua sin haber posada para esta otra humanidad que lucha
por vivir, que transita de acá para allá con la cruz de la exclusión, mientras
otros derrochan todos los bienes de la tierra como si fueran de su pertenencia
exclusiva.
Indudablemente, tenemos que abrirnos al intelecto, de manera
que podamos divisar los alrededores. Nada es lo que parece. Convendría tenerlo
más en cuenta. Quizás tengamos que conocernos más nosotros mismos desde la
profundidad del ser humano, sólo así podremos explorar y entender ese otro
mundo que sufre el abandono nuestro, la marginación más desmedida, ante el
gravísimo deterioro mundial de los derechos humanos. Los grandes grupos
económicos dominan el planeta a su antojo. También los grupos armados manejan a
la ciudadanía a su capricho. La lucha por sobrevivir no es fácil para muchos
seres humanos. Obviar esta plaga de crueldades nos lleva a la penuria más
horrenda. Es hora, pues, de tomar conciencia de pertenecer a una misma especie,
con lo que eso conlleva de vínculo familiar. Sin duda, cuesta entender ese afán
dominador de unos contra otros, esa conciencia viperina capaz de intoxicarnos
el recto raciocino, avivando la discordia y el desconcierto. Por supuesto, sí
en realidad queremos fomentar la armonía, tenemos que propagar un pensamiento
muy distinto al actual. La concordia, en un mundo globalizado como el presente,
nace de las pequeñas cosas, de la comprensión de todos y de cada uno de
nosotros, pero allí donde la avaricia y la zancadilla están a la orden del día,
difícilmente puede reinar alianza alguna.
No es tiempo de retroceder, lo sabemos, ha de ser tiempo de
avances, de moverse en la moderación, de activar los buenos deseos de la paz
pero sin esclavitud, de nadar en el equilibrio poniendo en el horizonte la
autenticidad como bandera y el esplendor de esa verdad como símbolo. Sólo así,
y únicamente así, podremos cosechar el verdadero bien de la alegría planetaria.
Por encima de todos los poderes ha de estar el hermanamiento para que brille
esa nívea luz de alma navideña. No lo olvidemos, el puro esplendor nace de la
bondad del ser humano. Vemos lo que somos y somos lo que a veces no queremos
ver. Pura contradicción. Un mundo en
tinieblas. Que precisa como nunca meditar sobre la realidad del Niño-Dios.
Evidentemente, hemos de despojarnos de lo material para llegar a lo esencial de
la persona, para cambiar la propia humanidad. Todos está en nuestras manos, en
nuestro corazón. Que en verdad reine la paz, el consuelo en cada mirada, el
arrepentimiento, para ayudarnos a reencontrar como los pastores, aquella
estrella, que también hoy viene de nuevo entre nosotros, y tal vez no la
divisemos confundidos como estamos de tantas miserias humanas que nos
circundan, dejándonos sin aire para alegrarnos.
Es necesaria la alegría, aquella que mana de tener una buena
conciencia, que se tiene cuando trabajamos en espíritu armónico con el cosmos,
con el violín del espíritu y las entretelas del perfume navideño, cantando al
Niño con el instrumento de humanidad que todos portamos en el alma. Con razón,
este sublime gozo es la juventud eterna del espíritu, el más perfecto don de la
naturaleza. Algo que inspiró al inolvidable filósofo y escritor indio,
Rabindranath Tagore: "Dormía..., dormía y soñaba que la vida no era más
que alegría. Me desperté y vi que la vida no era más que servir.... y el servir
era alegría". Ciertamente, en ocasiones sobre la tierra parece que no hay
más que dolores, de ahí la importancia de dar vigor a un espíritu de bondad, de
bien, o lo que es lo mismo, de comprensión hacia la diversidad y hacia uno
mismo. Porque la gloria del Niño-Dios, de aquella estrella de Belén, es el ser
humano viviente; y también la vida del ser humano es la visión del Creador.
Todo se conjuga en un poema perfecto, en un poema interminable, en una
solidario poema de amor en su más alto cénit de pureza. Este es el mensaje a
considerar, tanto para los no creyentes como para los creyentes, o para quienes
la Navidad es como un dulce rayo de esperanza y consuelo, porque en el fondo,
todos buscamos la piedra filosofal que nos convierta en poesía. Yo creo que
debemos simpatizar siempre con la poética de la existencia, pensemos que un
corazón gozoso hace tanto bien como la mejor complacencia.
Por consiguiente, impulsemos que en verdad reine la paz en
el corazón de cada uno, para entrar de lleno en la atmósfera de los encuentros,
lo que significa un corazón de amor, capaz de amar y de percibir la humildad
como señal de acercamiento. Necesitamos transformarnos, renovarnos,
convertirnos en personas humanas, en seres liberados de tantas cadenas
mundanas. Este espíritu navideño nos pone alas para que así sea. Cantare
amantis est, dice san Agustín: cantar es propio de quien ama. Así, a lo largo
del tiempo, el recuerdo del Portal de Belén, del canto de los ángeles, se ha
convertido también en un renovador clima de regocijos. Es la hora de los
villancicos, de las palmas y zambombas, de hacer nuestro el poema de la Noche
Santa, o de la Buena Noche, o de la Noche Buena: "paz a los hombres que
Dios ama" o "paz a los hombres de buena voluntad". En cualquier
caso, el amor de Dios que nos precede, que jamás nos abandona, a pesar de
nuestras caídas, es el artífice de un abecedario nuevo en un mundo viejo.
Brindemos por la luz que vieron los pastores, para que nos ilumine en
reencontrarnos con nuestra misma especie y, de este modo, ser capaces de
repensar sobre un horizonte pacifista. Desde luego, la prueba más clara de
haber hallado el camino es una alegría imborrable, que está en el inconfundible
origen de toda creación. A lo mejor el vínculo que nos une no es tanto de sangre,
como sí de respeto y de alegría compartida. Profundicemos en ello. ¡Gozosa Natividad!. Bienvenido a un corazón
de luz. ¡Viva el verso!. ¡Amanezca el verbo!