Algo más que palabras
El factor moral como instrumento de avance
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
A poco que nos adentremos en el mundo observaremos que el
aluvión de injusticias sociales nos dejan sin aire, así como la corrupción
política que sufren todos los pueblos en mayor o en menor medida, lo que nos
invita a reflexionar sobre ello. En relación a esto, personalmente pienso, que
la cuestión no es tanto la renovación de personas como el sentido ético de la
ciudadanía. Únicamente sobre esta conciencia moral es posible construir un
mundo más humano, y resolver los problemas complejos y graves que nos afectan. Hasta ahora ha
triunfado la fuerza del poder económico, político, social, en lugar de la
dignidad del ser humano como tal, despojado de cualquier interés de grupo. Así,
en Europa, lo urgente actualmente es establecer vallas protectoras para el euro,
en vez de establecer políticas sociales que nos lleven a conquistar un mundo
más fraterno. Mientras en África y Oriente Medio, los incesantes conflictos
armados obligan a una desbandada de desplazamientos humanos, en el centro de la
cuestión cultural ha de incluirse abrir
caminos a la auténtica libertad de la persona, ya que se hace todo lo
contrario. Hemos de reconocer, por tanto, que bajo estas realidades inhumanas,
se resienta hasta el mismo fundamento de la convivencia, amenazada y abocada al
mayor de los caos, a su disolución como especie; y, lo que es peor, a una
verdadera inmoralidad que nos trasciende a un mundo de salvajadas sin
precedentes.
Por desgracia, las divisiones forman parte de la identidad
humana. En esto no hemos evolucionado. Nos puede la necedad del egoísmo, que
llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma
de ciudadanía. Ciertamente, nos hemos globalizado, pero el individualismo nos
sobrepasa, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, totalmente
distinta a la verdad del otro ciudadano. De este modo, va a ser muy difícil
entrar en diálogo, avanzar, puesto que esta cultura pone radicalmente en duda
los mismos pensamientos. En este sentido el cardenal J. H. Newman, gran
defensor de los derechos de la cognición, afirmaba con decisión que "la
conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes". Naturalmente, cuando todo lo hacemos
subjetivo a nuestros propios negocios, la mundanidad toma posiciones
privilegiadas. Es lo que está pasando en el momento presente. Estamos siendo
gobernados por personas irresponsables, sin seriedad alguna, que anteponen sus
avaricias a una vida de servicio a los demás, que es por la que han optado
libremente. De ahí la necesidad, de
unirse cada vez más, como hace setenta años lo hicieron un grupo de naciones,
ante las cenizas y los escombros de la Segunda guerra Mundial. En este momento
Naciones Unidas cuenta con 193 Estados miembros y, tras de sí, con una historia
verdaderamente elogiosa, con importantes frutos como el desmantelamiento del
colonialismo, el triunfo sobre el apartheid, el mantenimiento de la paz en
zonas en conflicto o la protección de los derechos humanos.
Desde luego, si en verdad queremos hacer una vida humana más
condescendiente con la propia especie, o sea más íntegra para que nos haga
mejores personas, hemos de intensificar
la cuestión ética, o si quieren moral, y para ello, han de adquirir una
importancia fundamental y decisiva las organizaciones internacionales. Lo
prioritario ha de ser el ser humano más allá de las estructuras de poder,
exigiendo un examen de las mismas y su transformación en una dimensión mucho
más aglutinadora y universal. No cabe la
exclusión ciudadana. Todo esto da testimonio en favor de la obligación de unir
ideas con la laboriosidad como virtud, que permitirá a todo ser humano, ser
mejor ciudadano, crecer como persona. Por consiguiente, el progreso en cuestión
debe llevarse a cabo mediante la ciudadanía en su globalidad y debe producir un
bienestar global en la vida humana, lejos de quienes buscan asesinar, destruir
y aniquilar el desarrollo humano y la cultura. Sin duda, tan importante como
vivir es dejar vivir. Ahora bien, sin verdad, sin decencia y amor por nuestros
análogos, todo se deja a merced de la lógica del poder, con efectos
disgregadores sobre la sociedad, y lo que es más absurdo, con efectos
destructores de la persona que lucha por el bien colectivo. Ya está bien de
mesianismos prometedores que son falsos y que forjan decepciones, ha llegado el
momento de humanizarnos, y que el escándalo de las disparidades hirientes cese,
para progresar como seres pensantes, más allá de las cuestiones económicas.
Naturalmente, nos merecemos cohabitar en un mundo rico en
intelecto, pero éste inmerso al servicio de toda la ciudadanía, especialmente
de los más vulnerables. Convendría ponernos en acción y no enviar armas a zonas
de conflicto, abrir escuelas en su lugar, reeducarnos en lo armónico. Sería
bueno, pensar en la imagen de un acorde sinfónico, todos los instrumentos
suenan juntos, de manera coordinada, cada uno con su peculiaridad, y esto, en
verdad, es lo que nos trasciende y emociona.
Cuando se tiene una vida plena todo se fraterniza, y siempre encontramos
la manera de acogernos y respetarnos desde esa diversidad. Claro, para esa
colmada existencia hace falta la construcción de una sociedad más justa, donde
todo el mundo pueda vivir bien y ser dichoso, contagiada por el amor
principalmente y por una regla de hábitos coherentes con el espíritu del
afecto. Estoy convencido, por ende, que el ser humano tiene que aprender a
quererse para poder respetarse mucho más, y aunque la verdad y la justicia no
han de tener fronteras, tenemos que fomentar un sentimiento de pertenencia y no
de exclusión como se ha venido haciendo en las últimas décadas.
A mi entender hoy el mundo necesita prioritariamente
escuelas de moral, pues, como decía Albert Camus, "un hombre sin ética es
una bestia salvaje soltada". Es capaz de cualquier cosa. De matar al
primero que se le ponga en el camino, de torturarlo para que se sienta mal, de
atormentarlo con cuestiones crueles, y hasta de injertarle doctrinas macabras
para que no pueda ser él mismo. Cada día precisamos estar más en paz con
nosotros mismos, y la manera de conseguirlo, no es otra que fraternizar, que
convivir desde la clemencia. Lo que puede parecernos arcaico no lo es, puesto
que no se trata de ejercer de compasivos, que también, pero sobre todo de
personas equilibradas y es, esta sensatez, la que imprime el valor ético de
nuestros actos. Allá donde la moral y las creencias son reducidas al ámbito
exclusivamente privado, dificultosamente se va a poder formar una sociedad
solidaria. Tengámoslo en cuenta. No le hemos prestado atención a esto, y la
consecuencia, es el fracaso y el retroceso. La grandeza de una especie, mal que
nos pese, está en relación directa a la evidencia de su fuerza moral.
Desprendámonos de autocomplacencias, e inventémonos, si acaso un nuevo código
ético, de ética moral, como horizonte para un nuevo renacer más verdadero, más
incluyente, más de la conciencia, más de nuestro específico interior en
definitiva.