Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Cada uno de nosotros tenemos una historia que nos enraíza
con la contemporaneidad. No es diabólico
volver los ojos al pasado, reflexionar sobre lo que fuimos, que tiene mucho que
ver con lo que hoy ocurre, para aprender de las necedades de otro tiempo, y
trazar horizontes más hermanados. Realmente, el ayer es el comienzo de lo que
ha brotado, para bien o para mal, pero que está ahí, y como tal, parte de
nosotros, que somos eternos buscadores de verbos, activistas de renovados aires
ansiosos por acariciar la verdad, exploradores de espíritus anhelantes,
conductores de sueños con deseos de convivencia.
Ciertamente, en este mundo globalizado se han acortado las
distancias físicas, pero las del corazón humano se alejan. Si viéramos en los
demás nuestros propios latidos, seguramente tendríamos otras actitudes más
comprensivas, otros lazos más armónicos, otras vidas más nuestras en un
espíritu de cooperación. Todos nos necesitamos en este peregrinaje por la vida.
Lo que sucede es que nos hemos dejado regir por la avaricia de los poderosos,
sin escuchar a quienes no poseen riqueza alguna, que por cierto cada día
cuentan menos en los incorrectamente denominados Estados sociales, democráticos
y de derecho.
Efectivamente, nada permanece firme en esta vida, tampoco
nuestra historia para entendernos. Nosotros mismos en cada amanecer ya somos
diferentes. La realidad es que hemos destruido, más que construido, y lo
primero que hemos desmoronado ha sido el vínculo afectivo humanitario. Lo hemos
hecho con tal egoísmo, que a diario somos arrasados por el huracán de las
injusticias más horrendas. Cuando se pierde el respeto por la misma especie se
levantan muros intransitables, que en lugar de fraternizar, se repelen abriendo
luchas e impulsando desencuentros. La mayor colisión germina de la propia
justicia humana, que suele llegar tarde, mal y nunca. La realidad es que domina
el imperio del más fuerte. Las masas trabajadoras vuelven a estar sometidas a
una miseria cada día más dura, con salarios indignos que fomentan la exclusión,
y en condiciones verdaderamente arcaicas.
Por desgracia, los que hoy tienen voz, y auténtico dominio
sobre la especie humana, son los intereses del colectivo financiero, que
cuentan con un ilimitado poder, en la medida que pueden decidir el propio
destino de la humanidad. A éstos, nadie les controla, los mismos poderes
(legislativo, ejecutivo y judicial) se solapan y se confunden, se doblegan a
sus consignas, obedecen a sus órdenes. Los parlamentos, igualmente, se han
convertido en tribunas con apenas capacidad decisiva, por eso sus programas son
pura mentira, avivando de este modo una clase deslenguada de oportunistas y
vividores, arropados por un sistema, que dista años luz de ser un auténtico
foro para la protección y el ejercicio efectivo de los derechos humanos. Los
mismo sucede con los diversos sistemas judiciales, hay un terreno fértil para
la corrupción. Desde luego, para generar un entorno de rectitud es esencial,
además, un sistema que actúe con eficacia y responsabilidad. De un tiempo a
esta parte, la impunidad campea a sus anchas, mientras la humanidad se
desespera. Bajo este desastroso panorama, considero una necesidad, la de volver
a abrir las ventanas a la decencia,
aprendiendo a usar todo este universo a nuestro alcance de manera equitativa.
Los hemos de hacer cambiando de raíz los sistemas
corrompidos. El momento es pésimo. Para ello, lo primero que se me ocurre es
dar valor al espíritu de justicia, para que se pueda transformar todo este
desajuste, en una objetiva conciencia de unidad. Toda la especie ha de sentirse
reconocida y entusiasmada en un objetivo común: en el compromiso por mejorar
los controles necesarios para que la democracia prospere, fortaleciendo la
imparcialidad de los órganos judiciales. Indudablemente, de los errores también
se aprende. El ser humano no puede degradarse en dictaduras económicas o de
gobierno, ha de propiciarse otra vida más allá del propio lucro personal o
individualista. Es un horror, pero ahí está, se viene instaurando una nueva
opresión incorpórea, en ocasiones virtualmente, que impone de forma caprichosa
sus leyes y sus reglas. Esto no es nuevo, el afán de poder y de tener nunca ha
tenido límites en el ser humano, pero ahora parece que se ha institucionalizado
en el mundo este desorden, hasta el punto de relativizarlo todo con la
permisividad.
Ante este clima de confusión, pienso que sí, que hay que
hacer retentiva del camino recorrido. Pienso, por tanto, que sería saludable
para toda la familia humana volver la vista atrás y hacer análisis de nuestra
propia memoria. En los ojos del recuerdo hay escritas tantas lecciones que vale
la pena retornar a ellas, aunque sólo sea para sentirse vivo. Precisamente, en
estos días (8 y 9 de mayo) Naciones Unidas nos llama a rendir un homenaje a
todas las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Fue a raíz de este conflicto
militar global, en la que se vieron implicadas la mayor parte de las naciones
del planeta, lo que motivó las condiciones que permitieron crear esta
organización internacional. Por entonces, fueron cincuenta y un países los que
se comprometieron a mantener otro clima más pacífico, fomentando relaciones de
amistad y promoviendo el progreso social, la mejora del nivel de vida y los
derechos humanos.
Ahora tenemos otros campos de batalla, tan crueles como los
anteriores, que han de instarnos a reaccionar de manera coordinada y
resolutiva. Nuestros líderes tienen que gobernar para la humanidad y no
únicamente para esa legión de poderosos que todo lo manipulan a su antojo. La
voz de los excluidos no se oye y nada importa. ¿Qué democracia es ésta? Todas
las voces humanas deben ocupar prioridad en las agendas de los gobiernos. Es
muy significativo el abandono que sufren los que nada tienen mientras otros lo
dilapidan todo y nada se hace porque cesen en la actividad del despilfarro.
Ante estas injusticias mundiales, hay que responder adecuadamente con medidas
ejemplarizantes, y ha de ser desde instituciones independientes de ámbito
planetario.
Está visto que actualmente no podemos controlar ni nuestro
personal cometido, cuando a todos nos incumbe por igual gestar el futuro que
queremos. Sin duda, deberíamos acudir más a los interrogantes y a los recuerdos
para trazar ese porvenir que todos estamos obligados a cosechar en unión. En
cualquier caso, debemos usar toda nuestra creatividad por implantar un mundo
gobernado de otra manera, que propicie la fraternidad como norma y el bien de
todos y de cada una de las personas. En este sentido, resulta primordial
reflexionar sobre lo vivido para realizar algo importante que destierre la
pobreza, poniendo a disposición de todo ciudadano recursos sociales mínimos
hasta el momento actual impensables. Por algo se empieza. Todos nos merecemos
ese mínimo vital por el hecho de ser ciudadanos. No caben los desheredados en la familia
humana. Al fin y al cabo, somos hijos de un mismo tronco y descendientes
cautivos de mil circunstancias. Tampoco lo olvidemos.