Algo más que palabras
Como los cascos azules, yo también sueño con la paz de cada
día
Decía el inolvidable poeta, novelista y ensayista mexicano,
Amado Nervo, que tan importante como el pan de cada día, era la paz de cada
jornada, sin la cual hasta el mismo mendrugo nos resulta amargo. Ciertamente,
no le faltaba razón. Hemos sido creados para la armonía, para vivir
dependientes de lo armónico, aunque cada día fabriquemos más armas, y nos
reinventemos nuevas intimidaciones en lugar de sembrar sonrisas para unir
corazones. Es una realidad, por otra parte, que cada día nos perdonamos menos y
cultivamos más la venganza. Nos hemos vuelto guerreros y hasta alzamos
contiendas contra nosotros mismos para fortalecer nuestro altanero y personal
yo, sumido en la posesión permanente y sin donación alguna. Practicamos la
mentira y nos las creemos como verdad. Cultivamos la palabra y la usamos como
espada en vez de utilizarla como abrazo. Surcamos mundos y ejercemos la
indiferencia en cada esquina. Andamos crecidos por el miedo, la avaricia, la
envida, el odio y el orgullo, sin hacer nada por eliminarlos de nuestro
horizonte existencial. Somos así de necios, y la necedad es lo que la levadura
para la masa en este tiempo de incertidumbres. Con estas mimbres dentro de cada
uno de nosotros, de nada sirva soñar con la paz de cada día, sino ponemos
nuestro corazón al servicio de nuestros análogos.
Decididamente hay que poner todo el intelecto al auxilio del
que nos pide un poco de ternura. Ahora bien, antes que en ningún sitio, hemos
de buscar el sosiego en nuestro interior. Tampoco vale buscar la paz en el exterior,
sino la hallamos en nuestras propias habitaciones interiores. Tenemos que
reencontrarnos, vivir mucho más interiormente, crecer como personas, abandonar
cualquier actuación nuestra de intolerancia y discriminación, si en verdad
queremos construir un mundo más habitable. Todos, sin excepción, estamos
llamados a generar un clima de convivencia, y no de conveniencia, por
consiguiente más del espíritu que del cuerpo, más de la vida que de la muerte,
más del orden innato establecido que del jerárquico dictado por los poderosos.
Nadie tiene potestad para excluir a nadie. Somos necesarios, únicos e
imprescindibles cada cual consigo mismo. Precisamos hablarnos todos con todos.
Nadie ha de ser enemigo de nadie. Por desgracia, nos hemos acostumbrado a
predicar mucho sobre la paz, pero al final ni creemos en ella, ni tampoco
trabajamos a jornada completa y mucho menos sinceramente para conseguirla.
Aunque la simpleza nos domina a su antojo, quizás algunos sí se la crean, me
refiero a las fuerzas de mantenimiento de la paz, a los Cascos Azules que
trabajan en los rincones más peligrosos e inestables del planeta. Ellos sí que
se merecen nuestro recuerdo, también nuestro brindis, el 29 de mayo de cada año
es su día, el Día Internacional del Personal de Paz, por su tesón y constancia,
por su referencia y referente, por su coraje y por su heroicidad; por hacer, en
definitiva, un mundo más humano.
Estos héroes de la esperanza (los Cascos Azules) saben bien
que cuando dos se abrazan de corazón, el mundo no sólo se llena de gozo,
también se propaga este entusiasmo y nace un nuevo mundo. Nos hemos
acostumbrados a levantar demasiados muros y no suficientes puentes. Requerimos
menos divisiones y más unidad, no uniformidad, pero si unión de latidos
diversos para que se armonice la noche con el día, la llama con las sombras, la
frialdad con la gratitud, y hasta la gratuidad con el costo. Al final
necesitamos de la poesía para todo, para iluminarnos y calentarnos, para
recrearnos y redimirnos, para ser más
auténticos y más buscadores de la verdad, que es el mayor bien que los seres
humanos pueden desear en esta vida. Sin la veracidad nada permanece, por eso es
fundamental educar bajo el horizonte de una certeza a transmitir, de lo
contrario no hay educación. El efecto de las falsedades ya los sufrimos en
nuestra propia carne, y así no nos embellecemos, más bien nos aborregamos. Por
eso, quizás más que nunca, necesitamos estas fuerzas de verdad que luchan por
mantener la paz arriesgando su propia existencia. Desde el comienzo de estas
misiones de Naciones Unidas, más de 3.300 cascos azules han dado su vida por la
paz, de los cuales 125 fallecieron el año pasado. Ante estos soñadores de la
paz, portadores de un cielo azul, pienso que contribuir eficazmente a un futuro
de paz es el más sublime quehacer que nos podemos injertar en nuestro paso por
esta vida.
El futuro es nuestro y la protección de toda vida ha de ser
la primera finalidad de cualquier misión de mantenimiento de paz. Nos merecemos
vivir y también nos merecemos, por exclusivo sentido natural de supervivencia,
ser asistidos por nuestros semejantes ante cualquier contienda. Por eso, de
cara a ese porvenir, el mantenimiento de estos ángeles de la vida son vitales
para superar algunos de los más destructivos conflictos mundiales.
Precisamente, este año que coincide el Día Internacional del Personal de Paz,
con el setenta aniversario de la creación de las Naciones Unidas, lo que debe
avivarnos, no únicamente a brindar la oportunidad de rendir un tributo a la
significativa aportación de los Cascos Azules a la historia de la citada
Organización, sino también para reafirmar un compromiso de toda la
humanidad para que su impacto aumente en
el futuro. Nosotros mismos, cada cual consigo, somos nuestro peor enemigo. No
lo olvidemos. Nada puede destruir a la estirpe humana, excepto la estirpe
misma. De ahí, la importancia de asimilar de que nada de lo que ocurra a un ser
humano, por insignificante que nos parezca, nos debe resultar ajeno. Y en este
sentido, tras muchos años de sacrificio y esfuerzo, estas misiones
emblemáticas, -como reiteradamente ha dicho el Secretario General de Naciones
Unidas-, se han ganado un lugar como símbolo de esperanza para millones de
personas que viven en zonas sacudidas por la guerra.
Realmente necesitamos vivir de la ilusión, sin obviar por
supuesto los recuerdos, puesto que el corazón de todo ser humano alberga en su
interior el deseo de una vida plena, de la que es inherente un anhelo poético
de comunión con sus semejantes. Hay un denominador común, que no es otro que el
de acogernos y querernos, porque somos seres vivos en permanente relación.
Jamás seremos felices encerrándonos en nosotros mismos. Hemos de hacer
comunidad, y el mundo está muy bien que se globalice, pero lo primordial es que
se fraternice, y comparta el destino de la unidad desde lo heterogéneo. Ahora
bien, es primordial cambiar los lenguajes, comprometerse por despojarse de
poderes perecederos y ser más luz en el horizonte. Si en verdad queremos
edificar un mundo feliz con unos moradores gozosos, hay que tomar una
determinación firme, perseverante y verdadera, empeñarse por el bien de todos,
por universalizarnos con el deber de solidaridad, lo que exige que las naciones
ricas ayuden a los países menos desarrollados. Al fin y al cabo es un deber de
justicia social hacerlo. Verdaderamente, la providencia nos ha dado el sueño,
ahora nos resta a los humanos hacer que esa visión de ensueño nos fraternice
con una igualdad de esperanzas en el logro de nuestros fines. Bajo este anhelo
del ser humano unido, la paz es posible, porque es una virtud, un estado del
alma, una disposición a la comprensión, a la benevolencia, al respeto por
nuestro específico linaje. Así pues, considero que toda actividad humana ha de
ser menos competitiva y si hay algo por lo que ha de distinguirse es por ser
una actitud de servicio hacia los más débiles. La donación es el alma de esa
fraternidad que, a mi juicio, es lo que construye la armonía de la que todos
hablamos, pero con la que pocos soñamos para desgracia nuestra.