domingo, 20 de septiembre de 2015

Algo más que palabras

La armónica unidad nos hace familia

Víctor Corcoba Herrero/ Escritor

No hay más ley suprema en el orbe que la unidad. Cada ciudadano es único, pero está llamado a unirse por el inexorable cauce del destino. Por eso, pienso que ha llegado el momento de despolitizarnos y de hablar con franqueza acerca de los grandes problemas del mundo. Ciertamente, no hay suficiente Europa en esta Unión Europeísta, ni tampoco bastante Unión en esta Europa,  más interesada que realmente solidaria. Lo que podía haber sido un referente, se viene desvaneciendo. Tampoco en la Unión Africana hay un cese auténtico de las hostilidades. Lo mismo sucede en los otros continentes. Pero ahora no es el momento de dar miedo, es tiempo de una acción conjunta, decidida y concertada, entre todos los moradores del planeta. Sabemos que los conflictos estallan allí donde la ciudadanía sufre violaciones de derechos humanos, exclusión, pobreza y una mala gobernanza. Al final todo se reduce a una cuestión de humanidad entre las diversas culturas y de dignidad en las personas.

A veces la historia de los pueblos es una historia de divisiones. Los tiempos actuales no iban a ser menos. Aún hoy tenemos a mucha gente que no es nada, que no cuenta nada más que para la guerra, a la que se le adoctrina y engaña. El esperado sosiego casi nunca llega a los pobres. Ahí están las inesperadas riadas de seres humanos selladas por la huida de la persecución religiosa o política, de la guerra, la dictadura o la opresión. No levantemos, pues, muros y demos refugio, cumpliendo así el derecho fundamental de dar asilo. Naturalmente que tenemos medios para ayudar a estas personas que han de huir si quieren salvar sus vidas. Por muchas que sean las miserias humanas hemos de poner más corazón en nuestras actuaciones. Los más vulnerables no son simplemente productos a destruir, sino que son miembros de nuestra familia con quienes, aparte de tener el deber de compartir los recursos que tenemos, también tenemos la obligación de volverlos próximos a nosotros y, de este modo, activar la unión entre todos.

Siempre la armónica unidad nos hace familia. Debiéramos tomar conciencia de esto, y aplicarnos en llevarlo a buen término. No se trata de acoger y dar asistencia sin más, que ya es algo, hemos también de propiciar unidos acciones de justicia. Nadie tiene porque huir de ningún sitio. Quizás el esfuerzo haya que dirigirlo también a desmantelar los grupos de traficantes humanos, a destruir el afán de los inventores de guerras, a demoler odios baldíos que aprovechan cualquier ocasión para perjudicar a los demás. Sin duda, el verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele. Vengándose, uno se iguala a su contrario; perdonándolo, se muestra superior a él. Indudablemente, necesitamos más humanidad en nuestra poética de acogida, y mayor familiaridad en los gestos concretos de acoger, para que todos los que se encuentren lejos de su lugar naciente, nos sientan como parte de su familia. Demasiado dolor llevan a sus espaldas para que nosotros no le demos hospitalidad, a fin de que no se sientan islas a causa de la intolerancia o la pasividad nuestra.


Hemos, pues, de movilizarnos todos junto a todos; movilizar a gobiernos, organizaciones internacionales, para diseñar iniciativas que impulsen un mayor respeto hacia el ser humano como tal. Lógicamente, requerimos de una ciudadanía más fuerte, o lo que es lo mismo, más unida, para que el apoyo humanitario pueda ser inmediato y más completo. Al fin y al cabo, el mundo es un proyecto global, un proyecto dinámico que ha de converger para servir a toda la humanidad, donde no haya vencedores ni vencidos, pero también donde se pueda enjuiciar mediante tribunales especiales de ámbito internacional, a los responsables de atrocidades. No se puede permitir que los autores de bombardeos indiscriminados, de ejecuciones extrajudiciales, de desapariciones forzosas, de tortura, violencia sexual o reclutamiento de niños soldados, prosigan con sus hazañas siniestras. No olvidemos jamás, que un mundo donde queden impunes los inventores de la maldad, es decir, los monstruos vivientes, termina por hundirse en el abismo. Cada cual, por consiguiente, tiene la responsabilidad de responder personalmente a la llamada de unidad desde el amor más profundo y a tomar partido, o protagonismo, al respecto. En consecuencia, todos somos necesarios y precisos para globalizar el amor antes que nos globalice el nefasto desprecio contra unos y otros. 

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