Mientras la ciencia calma, la filosofía inquieta
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Vivimos una época de dominio y transformación. Sin embargo,
corremos el peligro de incurrir por negligencia en el olvido de uno mismo. La
responsabilidad es de todos, que no respetamos la jerarquía de los valores. Aún
no hemos aprendido a valorar los recorridos, a ponerlos al servicio de toda
vida humana. Y así, una buena parte de la población la hemos excluido. Viven en
el mundo, pero se sienten extraños en un hábitat del que disfrutan unos cuantos
privilegiados. Los gobiernos deberían considerar estos abusos, avivando otras
corrientes de pensamiento más generosas, con otra dialéctica de sabiduría que
fomente la claridad ante todo, lo afable en el conversar para generar
confianza, y la prudencia siempre. Al igual que la participación de la
ciudadanía en la gobernanza es un pilar básico de la democracia, también es
fundamental promover el conocimiento entre las culturas, impulsando toda
divulgación científica o artística, que mejore nuestra calidad existencial.
Precisamente, en este mes de noviembre, cuando celebramos el Día Mundial de la
Ciencia para la Paz y el Desarrollo (día 10), sería bueno recordar el
compromiso asumido en la Conferencia Mundial sobre la Ciencia, que se celebró
en Budapest en 1999, bajo el auspicio de la UNESCO y el Consejo Internacional
de Uniones Científicas. Lo mismo debiera suceder con la celebración del Día
Mundial de la Filosofía (tercer jueves de noviembre), pues es desde la
profundidad del pensamiento como se puede llegar a converger ideas que nos
ayuden a mejorar nuestra propia existencia humana, nuestro abrazo común y
fraterno.
Si la filosofía es el diálogo del asombro a lo largo de los
diversos períodos existenciales con el arte y la literatura, con todo aquello
que nos produce inquietud; de igual modo, la ciencia complementa esa búsqueda
que nos da valor y nos insta a la acción. Todas las ruedas son necesarias para
llegar a buen puerto, ya que la ciencia por sí sola no puede dar respuesta al
problema del significado de las cosas, pero tampoco la filosofía puede
resolverlo todo desde las buenas intenciones. Pongamos por caso, la
sostenibilidad de la que tanto se habla en el momento actual. Es cierto que se
requieren nuevas formas de pensar sobre nosotros mismos y sobre el planeta,
nuevos modos de actuar, producir y comportarse, pero también se demanda de una
divulgación científica capaz de reorientarnos a esa transformación del mundo.
Por ello, se me ocurre recomendar, si es que
puedo hacerlo como voz del pueblo, especialmente dos moralidades o
éticas: La primera, la de la valentía, capaz de proteger tanto a la filosofía
como a la ciencia, en un mundo tan crecido por la falsedad y necesitado de
sentido común: valor para pensar libremente y bravura para mantenerse firme en
la autenticidad científica. Y la segunda, la de la humildad, con la que
reconocernos seres limitados. A veces la manera cómo se presentan las cosas no
es tal y como son. Por otra parte, cuando los seres humanos nos creemos dioses
solemos también degradarnos. No olvidemos que el secreto del verdadero saber
radica en lo más humilde y sencillo, en esas gentes que no suelen ser tenidas
en cuenta.
Pensemos que mientras la ciencia calma, la filosofía
inquieta; o sea, que también se complementan, en la medida que sintiéndonos
tranquilos, igualmente percibimos una sensación de ansia por saber más. En este
sentido, la función que desempeñan los centros y los museos científicos va más allá
de la mera transmisión de información científica. Son lugares abiertos al
público, donde los visitantes pueden aprender acerca de los misterios del mundo
que nos rodea. Promueven la creatividad, divulgan el conocimiento científico,
ayudan a los maestros a motivar e inspirar a los alumnos de ciencia,
tecnología, ingeniería y matemáticas, mejoran la calidad de la educación
científica y fomentan la enseñanza dentro de un contexto social. Contribuyen,
además, a modificar posibles percepciones negativas sobre las repercusiones de
la ciencia en la sociedad, atrayendo así a los jóvenes a las profesiones
científicas y animándolos a experimentar y a ampliar nuestro conocimiento
colectivo. De la misma manera, la divulgación filosófica nos acrecienta en ese
amor a la sabiduría, tan necesario en los tiempos presentes, con tantos
adoctrinamientos que nos llevan a un callejón sin salida. En consecuencia,
tanto la ciencia como la filosofía, hoy tienen la gran responsabilidad de que
podamos florecer, ya sea a través del método científico de observar y
experimentar, o mediante el filosófico del pensamiento y la cultura, con el
atractivo perdurable del origen de la verdad, cuestión que ha de recuperar
enérgicamente su vocación natural.
Sabemos de la importancia del papel de la ciencia y los
científicos en la creación de sociedades sostenibles y la necesidad de informar
a los ciudadanos y de comprometerlos. Además, la filosofía ha de tender a
reafirmar la transcendencia del pensamiento crítico para enganchar
fructíferamente las transformaciones de las sociedades contemporáneas tan
diversas como todas vitales. Cada día es más necesario el razonamiento
reflexivo y la práctica del coloquio a esa apertura, tan enriquecedora, pero
que puede hacer surgir tensiones. No cabe duda, que este pluralismo científico
y filosófico es el que nos permitirá tener mejor vida, mejor convivencia,
mejores perspectivas de futuro. Justamente, en este mismo mes de noviembre (día
4), Naciones Unidas imprimía solemnidad a la entrada en vigor del Acuerdo de
París sobre el Cambio Climático, con un evento en el que participaron
representantes de la sociedad civil. El Secretario General de la ONU expresó de
esa forma su profunda gratitud en nombre de la Organización al liderazgo, valor
y persistencia de ese sector para hacer realidad el histórico pacto. Ahí
estamos en esa carrera contra el tiempo. Necesitamos a la ciencia para hacer la
transición hacia un futuro de bajas emisiones, pero también precisamos un
espíritu pensante que presione para la acción conjunta de toda la humanidad.
Recordemos que no hay filosofía verdadera sin diálogo y, en un mundo
globalizado como el reinante, ese parlamento es primordial. Por cierto, este es
el espíritu que preside el Decenio internacional de acercamiento de las
culturas (2013-2022) y la sabiduría que la UNESCO desea seguir promoviendo para
erigir en la mente de los hombres y las mujeres los baluartes de la paz, como
reza su Constitución.
Soy, por tanto, de los que piensan que se requiere una mayor
divulgación científica y filosófica si en verdad nos queremos entender, puesto
que ambas están en el orden de la razón natural. De hecho, sí la filosofía
nació y comenzó a desarrollarse cuando el ser humano empezó a interrogarse
sobre el por qué de las cosas y su fin, también la ciencia surge de una
necesidad por evolucionar hacia una mentalidad más precisa, con el consabido
injerto de serenidad y equilibrio que nos transmite. En cualquier caso, siempre
es liberador activar cualquier energía creativa, un tipo de proceso de aprendizaje
en el que profesor y el alumno se encuentran en el mismo individuo, pero que es
innato e, indudablemente, nos hará avanzar en el respeto y en la naturalidad de
lo que somos. Téngase en cuenta, que uno no puede respetar si no se respeta
asimismo. Aparte de que quien es auténtico, como decía el inolvidable pensador
Jean Paul Sartre, asume la responsabilidad por ser lo que es y se reconoce
libre de ser lo que es. Al fin y al cabo, en la actualidad abunda mucho la
superstición y poco la ciencia, los aprendices de filósofos y apenas
pensadores, para descubrir verdades, o al menos para ensañarnos, a dudar y a
preguntarnos. Ya saben el dicho popular; quien dice saberlo todo, al fin no
sabe nada.
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