La destrucción del espíritu humano
Se dice que las tres cuartas partes de los mayores
conflictos en el mundo tienen una dimensión cultural destructiva del espíritu
humano. Por lo que se ve, aún no hemos aprendido a superar esas mezquinas
divisiones, a pesar de los mil encuentros que a diario celebramos con esa rica
diversidad, de la que decimos sentirnos cohesionados, y nada más lejos de la
realidad. Nos falta corazón y nos sobran
egoísmos. Quizás deberíamos pasar a los gestos reales en nuestro día a día,
siendo más cooperadores los unos hacia los otros, también más comprensivos y
clementes, en definitiva más auténticos con ese diálogo reciproco que todos nos
merecemos, y que cuando se sustenta realmente en sólidas leyes morales, no cabe
duda que facilita la solución a esas necias contiendas que son las que
verdaderamente tenemos que excluir de la faz del planeta. Ojalá seamos capaces
de injertar otro futuro más esperanzador, como esa Agenda Europea Renovada para
la Investigación y la Innovación, que al tiempo que presenta un conjunto de acciones
concretas para profundizar en la capacidad de innovación de Europa y
proporcionar una prosperidad duradera, advierte que se puede mejorar la vida
cotidiana de millones de personas, ayudando a resolver algunos de nuestros
mayores desafíos sociales y generacionales.
Hoy ninguno pone en entredicho que Europa tiene una
investigación de primer nivel y una sólida base industrial, pero también ese
espíritu europeísta de apertura está ayudando a que pueblos durante largo
tiempo hostiles y enemigos se reconcilien, en base a los aires democráticos,
los derechos humanos y el estado de derecho. Frenemos, por tanto, el uso de
munición letal, pongamos otro espíritu más constructor en nuestras existencias.
No tiene sentido quitar vidas porque sí, matar ilusiones, asesinar corazones, y
luego lavarnos las manos como si nada hubiese ocurrido. Para desgracia nuestra,
además, convivimos con demasiadas injusticias, pero también con actitudes de
indiferencia o de insulto hacia el prójimo, que es otra manera de matar. Es hora,
pues, de esforzarse por tomar otro camino más acorde con el verdadero aliento
armónico, donde nadie es más que nadie, y todos somos alguien. A propósito, el
informe “Intolerancia religiosa en Brasil”, publicado en enero de 2017, se
utilizará para vigilar y abordar ese soplo discriminatorio que nos está dejando
sin alma. En este sentido, el Relator Especial sobre la libertad de religión o
de creencias, Ahmed Shaheed, afirmó recientemente que “el mundo vive una ola
creciente de intolerancia y de restricciones al ejercicio del derecho a
libertad religiosa y de credo”. Algo que debe preocuparnos, máxime cuando
algunos grupos extremistas desnaturalizan el auténtico sentido religioso,
convirtiendo el modelo de convivencia interreligiosa en un manantial peligroso
de conflicto y violencia.
Por si fuera poco la destrucción del espíritu humano,
tenemos ese mundo virtual que nos atrofia, sobre todo a la hora de
comunicarnos. Es un propagador de mentiras como jamás se ha conocido. Ante esta
bochornosa situación, tenemos que mantener los pies en la tierra y volver a las
raíces de lo genuino, que está, sin duda, en la memoria viviente de nuestros
progenitores. Ellos son los que tienen la sabiduría, que se alcanza con la
cátedra de las vivencias, para restaurarnos hacia horizontes verdaderamente
crecidos en el acercamiento, que es lo que nos engrandece y armoniza. Porque,
en efecto, es necesario construir juntos el verdadero espíritu global, que no
está en el poder, sino en el servir; que no está en el servirse de nadie, sino
en el donarse; y junto a esta entrega, también el espíritu conciliador ha de
ayudarnos a reencontrarnos hasta con nosotros mismos. Esta es la cuestión.
Ciertamente no podemos caer más bajos como linaje. A los hechos me remito:
Desde la República Centroafricana hasta Sudán del Sur y desde Siria hasta
Afganistán, los ataques a niños en los conflictos continúan sin tregua. UNICEF
pide protección para ellos. Es una de las reglas más básicas de la guerra:
dejar fuera a los chavales. Y, sin embargo, se ignora “con pocos remordimientos
y todavía menos consecuencias”, según denuncia el Fondo de las Naciones Unidas
para la Infancia. Desde luego, una sociedad que no es capaz de ofrecer una
atmósfera de paz a los niños, teniendo en cuenta que es un derecho suyo y un
deber nuestro, más pronto que tarde confluye en el caos.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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