Una cultura de la concurrencia para un tiempo naciente
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Tenemos que caminar hacia la cultura de la concurrencia,
pero no como fuerza, sino como humanidad; sabiendo que somos muchos y diversos,
pero todos imprescindibles, máxime en un mundo globalizado como el actual, tan
crecido de cultos y tan recreado de interrogantes, sobre todo para forjar un
proyecto de unidad. Sin duda, este es el gran cambio que hemos de suscitar, y
los referentes pueden ayudarnos a propiciar este pensamiento. El dieciocho de
julio de cada año, festividad del nacimiento de Nelson Mandela, precisamente
Naciones Unidas se une al llamamiento de la fundación que lleva su nombre para
dedicar unos minutos de nuestro tiempo a ayudar a los demás, homenajeando a
Nelson Mandela en su día. Su referencia ha de motivarnos a pensar, en el modo y
manera de cultivar esa confluencia de sentimientos, sabiendo que dedicó su vida
al servicio de la humanidad, primeramente como abogado defensor de los derechos
humanos, después como preso de conciencia, y siempre como un labriego de lo
armónico, que culminó como primer presidente elegido democráticamente de una
Sudáfrica libre. Indudablemente, todos los humanos nos merecemos tener las
mismas posibilidades para conquistar esa paz que nos merecemos y, para ello,
necesitamos entrar en diálogo. Desde luego, los seres humanos han de conversar
con más autenticidad, sin complejos; únicamente así, escuchándonos más,
podremos crear nuevas realidades para un tiempo nuevo.
Para Nelson Mandela, la educación era el alma del cambio. A
mi juicio, continúa siéndolo, pero además tenemos que tomar otras actitudes más
vinculantes con el ser humano. Lo que es evidente es que no nos podemos cerrar,
ni excluir a nadie, son las culturas abiertas las que persisten en el tiempo, y
esta ha de ser la base de la concurrencia: todos somos ciudadanos, dependientes
unos de otros, y aunque tengamos diferentes lenguas, tradiciones, a todos nos
une el deseo de vivir armónicamente. Necesitamos concurrir en un objetivo (el
bien mundial), no uniformarnos, más bien crecernos comunitariamente desde la independencia
personal de cada uno. Bien es verdad que todos tenemos limitaciones, pero para
este tiempo naciente se precisa coraje, yo diría que mucha audacia para sacar
el mayor bien que podamos frente a los contratiempos que también puedan surgir.
Quizás sea el momento de la resistencia para superar cualquier diluvio de
vacilaciones. Los humanos sabemos que hay momentos de una angustia fuerte en la
vida que nos oprime, pero también hay momentos de gran alegría. Los dos
sentimientos cohabitan con nosotros, forman parte de nosotros, conviven a
nuestro lado. Pese a todo, estoy convencido, de que no hay mejor remedio que el
compartirlo todo, que la ternura convenida como cultura, para poder
sobreponernos a cualquier dolor; puesto que la humanidad por sí misma, debe
estar siempre unida y, como tal, también ha de ser inseparable.
En cualquier caso, siempre ha sido más acertado contener al
ser humano por la afecto y la recompensa que por el desafecto y el
castigo. El propio Mandela nos hizo ver
lo que el mundo, y cada uno de nosotros podemos conseguir si creemos, soñamos y
trabajamos codo con codo, para que esa cultura de la amistosa concurrencia se
injerte en la multitud, liberándonos de tantas inútiles contiendas y cadenas.
El ser humano, en su conjunto, ha de concurrir al auxilio permanentemente. Hoy
por ti, mañana por mí; lo dice el propio refranero popular. A mi manera de ver,
esto es lo que nos pide esta nueva época, de tantos desequilibrios sociales,
nuevos impulsos para encontrar caminos de esperanza, que nos ilusionen a todos
en el sentido más profundo del término. Está visto que la ilusión es el motor
que nos mueve. ¿Qué sería del mundo sin
ella?, pues nada. No hay futuro para ningún país, para ninguna sociedad, si no
sabemos ser todos más asistentes y bondadosos. La esperanza es primordial para
que ese sueño ilusionante se enraíce y conviva con los seres humanos. Jamás hay
que tener miedo al encuentro, al diálogo, a la confrontación constructiva con
el análogo. Claro, el respeto es básico, porque al final sino hay consideración
todo se desdice, y así no podremos reformar el mundo.
Quizás para mejorar esa cultura de la concurrencia, y con
vistas a converger en una cultura armónica, tengamos que reconquistar la
justicia en las sociedades que hoy por hoy cargan con un legado de abusos de
los derechos humanos. Mal que nos pese, muchos moradores llevan tras de sí una
larga historia de humillaciones. Con demasiada frecuencia se piensa en la
pobreza con intereses egoístas. Tenemos que volver a renacer hacia un mundo
nuevo sin fronteras, es posible, sólo es necesario activar otro cultivo menos
materialista, remover las conciencias,
movilizarnos para alcanzar otros horizontes más confluentes con la vida. Los
ojos de algunos niños pobres son los que juzgan al mundo de la opulencia. Lo
nefasto es que no sepamos mirar y ver estas contrariedades, para poder encarnar
un moderno período, donde los servidores de lo público no sólo hagan política,
sino que también practiquen con la ciudadanía el amor en su sentido más hondo,
de servicio permanente y continuo, para poder regenerar el mundo en que
vivimos.
Indudablemente, una cultura de la concurrencia exige
cooperación y una buena dosis de comprensión y reconciliación. No existe una
mejor prueba de avance de una civilización que la del progreso cooperante a
pesar de las diferencias que pueda haber. Seguramente para conciliar todo esto,
antes tengamos que reconciliarnos hasta con nosotros mismos, dejándonos
transformar nuestro propio corazón. Por eso, estaría bien abrir una escuela de
mediadores de paz, como ha propuesto recientemente la Unión de Naciones
Sudamericanas a Naciones Unidas. Por esta razón es necesario trabajar mucho más
sobre nosotros mismos, sobre nuestra humanidad de la que todos formamos parte,
para no ser nunca obstáculo, y favorecer el acercamiento de unos para con
otros. Si se tiene esta actitud de concurrencia, sin absurdas rivalidades, será
más fácil experimentar los valores auténticamente humanos de generosidad,
honradez y entrega de sí, atmósfera que nos acercará a la verdadera
solidaridad, uno de los valores fundamentales y universales en que deberían
basarse las relaciones entre los pueblos en el siglo XXI .
Que nadie se devalúe como persona. Todos nos merecemos algo
mejor. Una responsabilidad compartida, que englobe a todo la gente, será el
modo de lograr un planeta más habitable y una ciudadanía más dignificada.
Nelson Mandela, dijo que "jamás olvidaría cómo millones de personas en
todo el mundo se unieron a nosotros en solidaridad para luchar contra la
injusticia de nuestra opresión mientras estuvimos en prisión"; yo también
digo hoy, que es esta cultura de la muchedumbre la que nos hace pensar, que
siempre es mucho más interesante que saber, porque al fin se puede rectificar y
enmendar los caminos. La humanidad necesita personas de pensamiento que, sin
duda, son la semilla de la acción. Lo peor es quedarse parado, o indiferente,
en un tiempo explosivamente naciente. Ciertamente, necesitamos alimentar el espíritu con grandes
reflexiones, pero también meditar sobre el ser humano, sobre lo que soy, para
hallar una respuesta a este desconcierto mundano y a esta incertidumbre
mundializada.