Las puertas han de estar siempre abiertas para acoger
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Hemos construido un mundo de puertas cerradas, cuando han de
estar siempre abiertas para acoger, en favor de los más desfavorecidos. La
llave maestra es don dinero como siempre. Quizás uno de los grupos más
menospreciados sean los pueblos indígenas. Según Naciones Unidas hay por lo
menos cinco mil grupos aborígenes y autóctonos, compuestos de unos cuatro
centenares de millones de personas, que viven en cerca de cien países de cinco
continentes. Junto a estas gentes, también hay otras excluidas y totalmente
marginadas de los procesos de toma de decisiones, que suelen habitar en las
periferias, como si fueran productos de
desecho. Es aquí, en estos sectores de la población, donde la hospitalidad en
familia es una auténtica virtud decisiva. También cohabita otro grupo de
despreciados en cualquier esquina del mundo, no sabemos cuántos, porque a veces
tienen que ocultar su identidad, abandonar su idioma y hasta sus costumbres
tradicionales para poder vivir. Deberíamos sumar asimismo la cantidad de
personas explotadas, sometidas a represión y tortura, cuando pretenden alzar la
voz en defensa de sus derechos. Por consiguiente, ya que cada año, el nueve de
agosto, se conmemora el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, convendría
poner más empeño en la promoción y protección de sus ansias por vivir
dignamente, que son esenciales para nuestro futuro en convivencia y, a la vez,
imprescindibles para crecer como familia.
En ocasiones pienso en la cantidad de celebraciones que no
sirven para nada, pero también las considero necesarias, cuando menos para
despertarnos la conciencia. Por desgracia, las estructuras de poder, incluso en
marcos constitucionales, con Estados sociales y democráticos de Derecho, han
creado y siguen creando obstáculos al derecho de ciudadanía. Los negros tintes
de la exclusión y la pobreza dificultan enormemente el desarrollo humano, como
un ser dispuesto a hermanarse con su misma especie. Quizás tengamos que pasar
del compromiso a la acción. Estamos hartos de comprometernos con la palabra,
sin pasar de las buenas intenciones. Esta es la cuestión. Por ende, la primera
puerta que hemos de tener abierta es la del corazón, puesto que sí ésta
permanece indiferente, todo será decir y no hacer nada. Desde luego, es
importante escuchar la voz de todos y de cada uno de nosotros, si realmente
queremos promover un crecimiento humano en el planeta. Qué alegría más genuina
siente el que hace del amor su compañero de viaje, puesto que éste domina todas
las cosas. De ningún modo ofrecerá discursos vacíos. Aborrece todo lo que no es
sentimiento. Hoy más que nunca necesitamos levantarnos unos a otros para
aprender a crear fraternidad. Perseverar
en los valores humanos, sin tener miedo a comprometernos de por vida, ha de ser
nuestra acción continua. Objetivamente, tal vez hemos venido a aprender a
convivir, sin otra defensa que el bien colectivo de la familia humana. Sin
duda, para ello, hemos de derribar los muros de la desconfianza y del odio,
promoviendo una cultura de mediación que nos reconcilie y solidarice. Nada es
tan urgente como esto último, sobre todo para conciliar las opiniones
contrarias y, así, poder restablecer caminos de concordia.
Efectivamente, la sintonía es más del alma, que en realidad
es aquello por lo que existimos, concebimos y también maduramos. En
consecuencia, no es posible formar parte de un pueblo, sentirse próximo, si
hemos fracturado nuestros propios vínculos de familia, de filiación o
hermandad. En los últimos tiempos, mucho se habla de progreso; sin embargo,
millones de ciudadanos de todo el mundo no se benefician de estos avances.
Sabemos, además, que todos los años mueren casi seis millones de niños antes de
su quinto cumpleaños. Esperemos no tener que avergonzarnos por no haber hecho
más por los relegados, pues generando más igualdad de oportunidades para la
infancia de hoy, significa menos inequidad y más mejora para el mundo el día de
mañana. Al presente, la misma dignidad corre peligro cuando una estrecha
amplitud de miras, desmembrada de las exigencias objetivas de la cuestión
ética, lleva a decisiones que benefician a unos pocos afortunados, ignorando
los sufrimientos de amplios sectores de la familia humana. Es el momento,
entonces, de intensificar la convicción de que la humanidad tiene que ser una
piña. Preocuparnos por los necesitados, que son muchos y cada día más, ha de
volvernos más comprensivos. En cualquier caso, el mundo no puede permanecer
sordo a la súplica de quienes piden aliento para vivir o alimentos para sobrevivir. Tanto monta, monta
tanto. Además, no olvidemos que podríamos haber sido cualquiera de nosotros las
víctimas. La mejor ventaja es ver las cosas como son y, a partir de ese
análisis, buscar remedios conjuntos para aliviar males que también son
conjuntos.
Claro está, si fundamental es crear un mundo que valore la
riqueza de la diversidad humana, no menos importante es reavivar un mundo que
se construya sobre el auténtico amor, y no sobre los intereses de algunos
privilegiados. Por eso, nos entristece que el fantasma de la violencia xenófoba
se acreciente por el planeta, y la llegada de refugiados active aún más el
cerramiento de las puertas en algunos países. Por tanto, el desafío que se
plantea a toda la humanidad es, evidentemente, más que de orden económico y
técnico, de orden moral y político. Es un asunto de solidaridad vivida, de
desarrollo compartido y de puertas abiertas al progreso de toda la familia. Ser
desfavorecido significa, casi siempre, verse más fácilmente atacado por los
numerosos peligros que comprometen la supervivencia y tener una menor
resistencia a la cotidianeidad que la
vida nos presenta. Por eso, la acogida no es un divertimento más, es una
situación de aceptación que hace que muchas personas puedan sobrevivir. Me
parece que todos los pueblos del mundo, deberían tener centros de
hermanamiento, para que todos pudiéramos reencontrarnos en esa dimensión humana
que cada cual porta consigo mismo, y que tan poco la utilizamos a veces, aunque
solo fuese para recomenzar a sonreír esas vidas bañadas por la exclusión, que
no conocen más que el llanto y el dolor.
Personalmente, pienso, que toda la ciudadanía está obligada
a hacer feliz a todos la vida, y la mejor manera de hacerlo es sirviendo a la
persona. Precisamente, servir significa trabajar codo con codo con los
desfavorecidos, establecer con ellos relaciones humanas de cercanía, vínculos
de fraternización. Juntos podremos buscar el camino, los itinerarios para la
liberación de cada cual. Todos somos dependientes, de ahí la necesidad de
acompañar a las personas en la búsqueda de horizontes que nos hagan más
humanos. No basta con dar unas monedillas o un bocadillo, hemos de sumarnos a
su lucha, poniéndonos del lado del débil. El mundo cada día necesita más
pueblos que vivan el amor de modo concreto, de manera enérgica con las personas
más sencillas y sobre todo con los excluidos. Fortalecer los lazos entre la
ciudadanía, promover un mayor respeto y entendimiento entre naciones, estimo
que son fundamentales para hacer frente a la discriminación, generadora de
multitud de abandonados. Quizás debemos mirar más a la persona, y cuando sepamos
mirarnos, estoy convenido que surgirá el anhelo por sentirnos familia.
Únicamente así, podremos sentir la necesidad de compartir la esperanza por un
futuro mejor. Connatural con tal acción, descubriremos que el secreto de la
felicidad radica en la liberación de uno para donarse, y en el secreto de la
libertad para hacerlo, en el corazón que pongamos en ello. Permanezcan, pues,
las puertas del alma siempre abiertas; que un espíritu sano es lo más hermoso
que el cielo puede concedernos para soltar las lágrimas de esta pobre tierra
nuestra.