viernes, 15 de julio de 2016

Compartiendo diálogos conmigo mismo

Somos hijos del momento; dueños de nada

No somos nada en este mundo de nadie.
Tampoco somos propietarios del tiempo.
En el instante justo venimos y nos vamos.
Sin apenas ruido, sin apenas enterarnos.

Tenemos el espacio preciso para amarnos.
Únicamente el afecto nos hace eternos.
Tan eternos como tiernos en nuestro sentir.
Al fin, somos puro sentimiento y poco más.

Por eso, quién sabe vivir en el momento,
sabe vivir en toda época y para siempre.
Descendemos de la ocasión propicia,
de un Dios que nos enciende y trasciende.

Cada cual es cabeza de sus pensamientos.
El engaño es creernos dueños del otoño,
señor de la primavera, patrón del verano,
rey del invierno, sin saber vivir lo vivido.

Hay tanta confusión injertada en el mundo,
que nos hace falta penetrar, discernir
la palabra exacta del verbo interesado;
y así, reconocernos y conocer a Dios.

Quién se reconoce sabe juzgarse y valerse,
también sabe hallarse consigo en los demás;
entiende sus pasos, distingue sus posos,
comprende que nuestra espera es esperanza.

Sabe ir al encuentro del Señor que le guía,
y al final del camino confía en abrazarle,
para fundirse en el sol de su radiante verso,
abecedario que no muere, letra siempre viva.

Tan solo es menester que nos dé fuerzas
para caminar con lúcida sabiduría,
y así poder tejer una mansión de paz,
donde crecer cada día, donde nacer cada noche.

Tras la pausa de Dios, vive el pulso de Jesús,
su gozo fue compartir su vida con nosotros,
hacerse parte de nosotros, estar entre nosotros,
y esto hace llorar y también reír, por tanto amor.



Víctor Corcoba Herrero

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